Hace apenas unos días pude leer una interesante entrada en el conocido blog de James que me dejó pensativo. No en balde, albergo parecidos sentimientos para con esta estación otoñal que acaba de comenzar.
Desde hace mucho, el otoño ha sido mi temporada preferida del año. Un tiempo que atesoro con cariño, preñado de recuerdos, con ese tinte melancólico, cual caminante en el páramo, rebosante de amargura, que preludia los fríos por venir como adagio invernal. Y no es más que nostalgia de tiempos que se esfumaron para no volver y de veranos risueños, ahítos de alegría, que venían a morir en la tristeza ventosa de septiembres crepusculares. Suena a tópico, y lo es en verdad, aunque tal vez las cosas más hermosas de la vida estén codificadas, efímeramente, en un recurrente cliché.
Si cabe, es la decadencia el elemento más poderoso presente en esta estación. La decadencia natural de árboles marchitos y  senderos malditos y hombres proscritos, que escapan a la noche abrazados por niebla que embosca como sudario de muerto.
Siempre sueño aquellos mundos que imagino, recogidos y abrazados por otoños misteriosos, como metáfora de ésa decadencia que mentaba, que permea campos y páramos tachonados de ruinas de otrora, de civilizaciones angostadas que murieron en el fragor de mil otoños malditos y mil guerras inconclusas.
Entonces, miro a través de mi ventana abierta a la llanura infinita, para ver las quebradas azules al final de la hondonada, por encima de la muralla de Robleda. Ya grazna el cuervo negro sobre el árbol del ahorcado y enciende dentro de mí la llama veleidosa de lo que está por venir. Y sólo entonces apresto mi espada, pues hay algo oscuro por descubrir, sueño crepuscular de ruinas y mazmorras ocultas en el tiempo. Y la montaña oscurece, más allá de los campos sembrados, saturada de las sombras monstruosas de lo que camina dando tumbos en la oscuridad y gime en criptas olvidadas, arrastrándose hasta tí.
Bastó no mirar sus ojos, incapaz de sostener, para convertirme en proscrito que escapa al atardecer, en senderos malditos por entre árboles marchitos. Sin hacer ruido. Ninguna luz iluminó mi camino, ni nadie se cruzó conmigo. Y como un perro sin dueño pasee mi desvelo, por entre calles y callejuelas. De todas partes afluían recuerdos, de anhelo y aventura, desesperación y delirio. Me alcanzó la medianoche en el páramo, sobre la colina destelleaban las luces de la ciudad.
Y al principio fue la luz. Más tarde dejamos la máscara que portamos y cubrimos los espejos de nuestra naturaleza y vanidad. Renunciamos a la felicidad, al desarrollo del alma, y adoptamos los rasgos de los seres anónimos. Lo sentíamos: debía ser así.Tenemos muchas cosas pasadas que expiar, y ahora el destino pone a nuestro alcance la penitencia. Lo admitimos como un místico acepta la mortificación. Bajo la máscara del intrépido borramos nuestra culpa, y para expiar nuestra vida de engaños, desafueros y fingimientos, nos consagramos a los dolores y los peligros.
Nos convertimos en aventureros, los Aventureros Errantes de la Marca del Este.
Dedicado a la memoria de W. Peter Reese… y a un mar incandescente.
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