¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?
-Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar, dijo el
Gato. No me importa mucho el sitio, respondió Alicia. Entonces tampoco
importa mucho el camino que tomes, le contestó el Gato.

Modificamos la forma en la que percibimos el mundo, lo que nos rodea o importa, porque nos interesa. La imaginación permanece siempre. Pero no la sobrevaloremos, ni mitifiquemos, porque corremos el riesgo de alejarla de todos nosotros, cuando es algo inherente al ser humano. Todos disponemos de imaginación, en mayor o menor grado. La forma en la que representamos la realidad o fantaseamos con lo ideal anda pareja a nuestra propia experiencia vital, y está condicionada por lo que conocemos, lo que hemos aprendido… lo que otros han hecho, escrito o representado antes. Imaginar no es crear, no se equivoquen, aunque se toquen estrechamente. 
Al hilo de lo que decía, no es necesario ser Lewis Carroll para jugar a rol, no es preciso disponer de una imaginación desbordante, ni mucho menos. Si me aprietan les diría que alguien con poco imaginación es capaz de jugar a esto tan bien como cualquier otro… y lo he visto muchas veces. Quedan bien y son bonitas las odas a la imaginación que pueden leerse de tanto en cuando por ahí, incluso yo lo he hecho (perpetrado, lo definiría mejor). Pero no dejan de ser eso… composiciones poéticas amaneradas y algo mentirosas. Embusteras sí, he escrito bien, porque en muchas ocasiones estos cantos al sol van de la mano de una conclusión que creo personalmente errónea: la imaginación por encima del juego. Imaginamos y dejamos de jugar. Pues no, realmente jugamos e imaginamos a la par. No imaginamos para dejar de jugar. Y podemos jugar sin imaginar. 
Y dicho esto, les diré que no hay una forma correcta de jugar… a nada, incluyendo los juegos de rol. Es más, la forma perfecta de jugar es la de cada cual, con más o menos imaginación.
Este discurso mitificador de la imaginación como componente imprescindible para jugar a rol, envuelto en halo misterioso molón, no ayuda a normalizar una afición que es tan convencional como el parchís. Pero seguimos dale que te dale… con la teoría y la mistificación de la actividad. Tampoco importa mucho en realidad, porque yo nunca me he preocupado en andar buscando coartadas para hacer lo que me sale de las narices.
Y jugamos con dados porque es preciso el componente arbitrario del azar, que es tan libre, incluso más, que la imaginación más desbordante.
Y añadiría que no son pocos los que se suman a esta tendencia, porque ven un camino fácil para distanciarse de un origen que no consideran lo suficientemente extraordinario, pues las herramientas narrativas modernas o sistemas o no sé qué diántre de hoy son muchos más eficientes que antaño y así permiten recrearse y alcanzar el cénit, el culmen de la imaginación (esa imaginación elitista que comentábamos). Entran en éxtasis…
Llegados a este punto, es necesario que usen su imaginación, si me permiten la broma, porque responderé a éstos con una metáfora, con todo el respeto del mundo:

Era julio de 1977. Cuando regresó allí, nuestro piloto encabezaba el campeonato, por delante de Steve Baker. Una victoria más prácticamente sentenciaría el campeonato de 500. Por aquellas fechas, el circuito de Spa-Francorschamp era el más rápido del mundo… y el más peligroso después del mítico TT de la Isla de Man. La mayor parte de su recorrido se hacía a todo gas, rozando los guardarraíles abollados por las caídas. Spa era una pesadilla, un circuíto úrbano endiablado donde murieron muchos pilotos. Se dice que las coronas de muerto de los hombres fallecidos en Spa podría cubrir el guardarraíl que serpenteaba amenazante por todo el recorrido. Pilotar aquí precisaba de nervios de acero, corazón de hielo y una mente despejada, amén de toneladas de coraje y pericia.
El fin de semana no empezó bien para nuestro piloto, porque en la tanda clasificatoria para la pole le picó una avispa y acabó segundo por detrás de la Suzuki de Coulon. Pero lejos de desanimar a nuestro aguerrido campeón, espoleó su espíritu competitivo. Al comenzar la carrera, rápidamente se colocó detrás de Michel Rougerie, que con su RG privada dominaría la carrera hasta casi el final… con una sombra a su rebufo. Y es que en Spa los rebufos eran importantísimos. Uno tenía que estar muy atento, pues era asunto peligro entonces, con la mecánica salvaje y traicionera de las dos tiempos, que te obligaban a fijarte en los indicios de humo azul de la moto que te precedía -preludio claro de gripaje inminente- y mantener el índice en la maneta del embrague en todo momento. Y bueno, justo en la última vuelta el motor de la RG de Rougerie dijo basta, dejando el camino expedito para que nuestro piloto llegara el primero a la bandera a cuadros y consiguiera asegurarse así el campeonato.
Pero saben lo mejor de todo esto, pues que durante la carrera, este piloto excepcional del que les habló consiguió la vuelta más rápida de la historia del motociclismo, jamás batida. Con una velocidad media de 220.7 km/h, una marca increíble con una moto que apenas contaba con 120 CV. Un récord aún vigente, y que muy probablemente se mantendrá por mucho tiempo más.

Él llevaba al pato Donald en su casco, y pasa por ser uno de los pilotos más carismáticos de todos los tiempos, destacando por su bonhomía, simpatía, cercanía, carácter desenfadado y presencia. Uno de mis preferidos. Este piloto siempre terminaba las carreras haciendo la V con sus dedos, un gesto que todos los moteros adoptamos hasta hoy como muestra de hermandad entre nosotros. Y creo que no hace falta decir quién es… y tampoco importa para lo que quería decir de forma metafórica. Ah,el número que adornaba su carenado era el 7.
Siempre serás uno de los grandes: ¡Vs, campeón!
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