Siempre acabo por retornar, mi vida es un eterno retorno. Había quien decía que nuestra existencia no es otra cosa que un continuo retornar a casa, hasta que morimos. Y es bien cierto, al menos en mi caso. Lo he intentado, por activa, por pasiva, y aún no lo he conseguido. Algo dentro de mí se resiste y termino por perder el interés. Desearía poder pilotar mi veloz carguero corelliano hasta Tatooine, comandar un crucero Dictator en el Segmentum Tempestus… pero no. Mis manuales de Traveller, en sus diferentes iteraciones, versiones y demás, me miran desesperados, mientras el polvo se acumula sobre sus páginas. Y así con docenas de juegos en nuestra colección. Hasta el gran Cthulhu permanece abotargado, en el interior de los manuales, esperando un lejano día que los astros se alineen para despertar en nuestra mesa de juego. Pero no, volvemos siempre a la mazmorra de aquel primer día, volvemos a la ciudad perdida de los cinidiceos. No podemos hacer más por evitarlo, por retrasarlo. Es así y debemos admitirlo.
Algo igual me sucede con la literatura de fantasía. Me gusta Martin, disfruto con sus tramas y crudeza, me encanta el mundo que ha urdido con su portentoso genio, es tan rico y variado, tan lleno de detalles, nombres y lugares que asombra. Pero ay, en esos días grises, ventosos y fríos, cuando uno se recoge en la serenidad del hogar, para perderse en los parajes imaginados de la fantasía, en letras escritas de evocación fabulosa, ¡ay!, entonces, señores, uno siempre vuelve a…. la Tierra Media.
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