La noche anterior mi mujer se levantó de madrugada, los ojos en blanco, la espalda enhiesta y el cuello rígido. Su mandíbula se arqueó de modo grotesco mientras pronunciaba una extraña salmodia que parecía provenir de un lugar lejano: Baruch Atah Adonai Elohaynu, Melech Ha Ola. Repetía una y otra vez. Los niños se levantaron en sueños, y deambularon por la casa, con gesto perdido. Fuera, la luna se teñía de rojo, y los perros aullaban y ladraban. La televisión se encendió sola, de repente. Algo terrible estaba a punto de suceder.
A la mañana siguiente, la niña jugaba fuera. El sol lucía con fuerza en un día esplendoroso. Como salido de la nada, un anciano alto, desgarbado, tocado por un anticuado sombrero de ala ancha, se aproximó a la entrada de nuestra casa, caminando de forma pausada, mientras cantaba una letanía. Extrañamente, comenzó a llover, sin que ni una sola nube perturbara el cielo azul. La lluvia olía a incienso y rosas, como en un funeral. Al llegar a la puerta, levantó su mano señalando al cielo mientras decía, en un perfecto inglés: God is in His holy temple, All the earth keep silence now.



El anciano se fue sin más. Pero, cosa extraña, a lo largo del día, creía verlo en los lugares más insospechados. Miraba y allí estaba, erguido y siniestro, para un segundo después desaparecer, como si hubiera sido fruto de mi imaginación. Estaba a la salida del supermercado, al otro lado de la calle. Pude verlo en el estanco por un instante. Cruzar la calle a lo lejos… Parecía seguirme a todas partes.
Regresé a casa al atardecer. Nubes de tormenta se arremolinaban hacia el este. Un pequeño temblor de tierra se produjo según conducía de vuelta al hogar, aunque sin consecuencias. Al entrar reinaba el silencio. Flotaba en el aire un extraño olor sulfuroso. El ambiente cargado. Los niños lloraban y gemían en su habitación, acurrucados en el suelo en posición fetal. Mi mujer se balanceaba en la vieja mecedora de la abuela, que crujía como si fuera a desbalagarse en mil trozos. Sus ojos se mantenía hipnóticamente fijos sobre un paquete que descansaba sobre la cómoda. Alzó su mano señalándolo, quedó flácida en el aire, acusadora, mientras detuvo la mecedora para pronunciar estas palabras: Ha llegado…
En ese momento, justo cuando me aprestaba a abrir el paquete, las campanas de la iglesia comenzaron a tañer. Resultaba inquietante, pues aún no había dado la hora. Un enorme cuervo se estampó contra el cristal de la ventana, y luego otro y otro, hasta romperlo. Por el agujero se coló una nube densa de enormes moscas oscuras como el carbón, que se agolparon en torno a mi cabeza sin llegar a tocarla o posarse sobre ella. Pero no presté atención, pues mi ojos ya estaban fijos en el papel de estraza que envolvía el misterioso envío. Por un momento dudé, pero armado de valor, me dispuse a liberar de su envoltorio la caja. Justo en ese momento, mis amados libros de D&D, en sus ediciones clásicas, comenzaron a moverse en los estantes. Tal como si fueran impulsados por una fuerza invisible, poderosa y atávica, se precipitaron contra mí. Primero la querida caja roja original, y luego la azul… y la verde, y la negra, y hasta la dorada del Immortal. Todavía hoy juraría ante Dios que ví a mi Rules Cyclopedia derramar sangre de entre sus páginas. El tarro de los dados, conteniendo cientos de ellos, estalló de pronto, con un estampido terrible. Libros y más libros caía, tuve que protegerme bajo la cómoda, mientras las moscas proseguía danzando como una niebla móvil ante mis ojos. Empero, con esfuerzo denodado, conseguí abrir el paquete. Algo brilló con intensidad al retirar al papel protector de burbujas. Era azul… ¡era horrible! Entonces lo comprendí todo, ¿qué terrible error cometí? Había vendido mi alma al Diablo Narrativo y ahora, trasmutado en libro de oscuros saberes y mortales designios, regresaba del Abismo para reclamar mi ser.
Estaba perdido. Me sentía sucio. No sabía qué hacer. Como fuera que el destino ya sabía de mi fatal circunstancia, todo volvió a ser como antes. Desaparecieron las moscas… y los cuervos. Mi mujer leía tranquilamente en la mecedora, y todos mis libros, y los dados incluso, me miraban desde la biblioteca en perfecto orden. ¿Habría sido sólo una pesadilla, fruto de mi imaginación?
En ese momento, mi hija pequeña salió de su cuarto, vestidita con su canesú, y con voz grave pronunció estas palabras, cuyo mero recuerdo, aún hoy, me causa espanto:
Papi, soy Gozer el Gozeriano, invoco mi aspecto de niña siniestra para no merendar Frosties.

¡Indieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!






NOTA: La historia que encabeza esta entrada es del todo verídica, salvo que no tengo una niña, sino dos zagales… que devoran Frosties. La niña ha sido insertada para aderezar la historia, pues hoy día no existe relato sobrenatural que se precie que no incluya una niña de aspecto siniestro. No tenemos mecedora. El anciano existe, y se llama Kane, reverendo Henry Kane. Y el libro maldito, para nuestra desgracia, también existe, y arriba lo tienen fotografiado. Que Dios nos guarde de pronunciar, y mucho menos escribir, su infausto título. 

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